Una vez escuché a alguien afirmar que la ciencia dijo que una pequeña porción del cerebro humano de nuestra época está exclusivamente dedicado a las canciones de Los Beatles. Información que mucho nos dice sobre la cultura en la que vivimos, una cultura que traspasa toda frontera (geográfica, social, personal) y construye una concepción del mundo. Los Beatles tienden a funcionar como la referencia de nuestro gusto musical. Puede ser en mayor o menor medida, de una u otra época, de tal o cual canción, pero todos somos un poco fanáticos de los Beatles. Es tan parte de nuestro inconsciente colectivo que, además de sabernos las letras, nos obligamos a elegir entre Lennon y McCartney cual si fuera una decisión de vida o muerte. Y es que los Beatles responden en algún sentido a arquetipos. Y qué mejor que eso para crear identificación con el público.

El sábado 23 de marzo fue la tercera vez que vi a Paul McCartney en vivo. Fue la segunda vez que lo vi desde que tengo tatuado en mi brazo un dibujo de su bajo Hofner (lo cual responde a la pregunta de cuál es mi beatle favorito, por cierto). Fue la primera vez que lo ví tan de cerca.

Escucho a McCartney desde que tengo uso de razón. Cuando era chica mi papá ponía su música constantemente y hasta inventó un juego siniestro que consistía en agarrarme por sorpresa cada vez que él ponía un tema y preguntarme ‘’¿quién está cantando esta canción?’’. Con el tiempo y un par de errores vergonzosos (es particularmente difícil distinguir a George Harrison a los 7 años, admitámoslo), empecé a reconocer a Paul como el de las canciones que me hacían sentir bien y a John como el de la voz particular que decía cosas de formas distintas. Como buena hija de beatlemaníaco, amé todo de ellos. Pero algo en la comunicación perfecta de Paul me cautivó fervientemente.

Con el tiempo aprendí que casi todos en mi generación también estaban creciendo con Los Beatles de fondo. También tenían un beatle favorito, y lo cool era que tu disco preferido fuera Revolver. El introspectivo, el bizarro, el alternativo, el más Lennon. El mío, en cambio, era Sgt Peppers. El divertido, el optimista, el conceptual, el más McCartney.

Alrededor de mis 15 años, en el 2010, el señorito inglés se dignó a venir a Argentina y mis papás me llevaron a verlo. Nos sentamos en el lugar más lejano, bien al fondo de la cancha y la distancia parecía eterna. En las pantallas de los costados que yo veía directo, empezó a reproducirse un video extenso con imágenes de toda época musical de Paul. Sonaba tan fuerte que podía llegar perfecto hasta donde estábamos nosotros y me hizo sentir mejor con respecto a nuestros asientos y al hecho de que una columna nos tapara el centro del escenario. De pronto una figura pequeña pero concreta, como un muñequito de torta, apareció por el lado izquierdo del escenario, sin ningún sonido alrededor más que las miles de personas y sus gritos de emoción que se intensificaban. Por la pantalla pude distinguir que era Paul y tenía puesto un traje al estilo Sgt Peppers y, colgando, su bajo. Pero sus manos estaban en el aire, saludando con los puños. La imagen era tan clara, tan icónica y tan irreal que me dio un nudo en la garganta. Ese día entendí el concepto del ''público argentino''. ese día entendí el concepto de la beatlemanía generalizada que caracteriza una era y termina por ser objeto de estudio de la ciencia. Bailé todas las canciones que conocía (las de los Beatles, sobre todo) y le presté un poco menos de atención cuando tocó las de su época solista y viví mi primer “Hey Jude”. Ver a un Beatle en vivo fue un sueño.

La época Wings apareció en mi casa como una novedad para la segunda parte de mi adolescencia. Reconocí que la porción solista de Paul me gustaba tanto más de lo esperado y, por sobre todo, que lo que siempre me había cautivado de los Beatles era lo producido por él. Me pregunté cómo era posible que un ser humano pudiera ser un Beatle y después hubiera tenido otra banda igual de increíble, pero con peor marketing. Me enamoré de la historia de amor de Paul y Linda y de las cosas que habían hecho juntos. Su modo de componer y de producir me atraparon y me hicieron aprender sobre música desde una nueva perspectiva. Sus líneas de bajo empezaron a llamarme más y más la atención y me hicieron creer que era capaz de tocar un instrumento por primera vez en 17 años de vida (tal vez incluso haya pedido -y obtenido- un bajo de regalo para mi cumpleaños de 18). Rockshow entró en el puesto número uno de mi top tres shows en vivo. Algo de este sujeto empezó a resultarme sobrehumano. Algo sobre su lírica analítica pero clara, su bajo potente y su producción perfeccionista me interpelaron distinto. Pasó de ser mi beatle favorito a ser mi artista favorito y lo puse en un pedestal altísimo dificil de bajar.

La segunda vez que lo ví fue en 2016. Viajé hasta La Plata con mi papá y mi mejor amigo en el mundo, las dos personas que más entienden y aprecian mi amor por este ser porque, básicamente, lo comparten. Fuimos escuchando una selección especialmente curada de canciones, hablando de su historia y especulando con un setlist soñado. Esa vez encaré la magnitud de McCartney de otra manera; entendía su trascendencia para con el mundo, pero sobre todo lo que significaba para mí. Después de un rato de visuales con el mismo concepto que en el 2010, pero actualizadas, McCartney salió de nuevo por el lado izquierdo del escenario, con su bajo colgando y los puños en el aire. El único sonido eran los fanáticos emocionados. Lo ví de cuerpo entero sin columnas que me taparan y un poco más de cerca; esta vez más que un muñequito de torta parecía tener el tamaño de un infante de 10 años pero con 73. Mi entrada era para mitad de cancha y me acomodé sobre la valla, mientras veía pasar gente para el campo delantero y me odié a mí misma por no haber sacado en ese lugar. Rogué ver bien durante el recital y lo hice. Ahora sabía que mis canciones favoritas eran las de Wings, conocía los pormenores de Band On the Run” y canté cada parte como si fuera un himno. Estaba segura de que enLive and Let Die” iba a volar fuego y me sorprendió tocando Jet” cuando pensé que no lo iba a hacer. Lloré el 80% del show y cuando terminó me tuve que sentar en el piso un rato para procesarlo. Sentí que había vivido una experiencia única y que estaba totalmente satisfecha. Ver a McCartney en vivo fue mágico.

Después de eso decidí no preguntarme más si en algún momento volvería a verlo; estaba completa con la experiencia poderosa que me había dado esa vez. Pero por supuesto, el año pasado sacó un disco hermoso, divertido y estratégicamente construido. Tenía sentido que saliera de gira, pero igual su llegada para este año me tomó por sorpresa y me entusiasmó. Lo celebré y no dudé ni un segundo en sacar campo delantero.

Llegué temprano pero no tanto. Me propuse disfrutar de la posibilidad de estar lo más cerca que había estado de él en toda mi vida, pero sin ponerme nerviosa. Las visuales con el recorrido musical de Paul empezaron a reproducirse en las pantallas, que esta vez estaban arriba mío y no a lo lejos, y yo tenía que mover el cuello varios grados hacia atrás para poder verlo. Por aproximadamente 15 minutos canté la selección de canciones que lo acompañaban y aposté a que saldría por el lado izquierdo del escenario, como siempre. Clavé mi mirada de ese lado, expectante, hasta que escuché al público gritar y amontonarse; había entrado por el derecho, con los puños en alto y el bajo colgando. Sonaron los primeros acordes de A Hard Day’s Night” y todos empezamos a saltar. Lo siguiente fue Junior’s Farm”, un tema de Wings que jamás pensé que tocaría y ahí fue cuando me empecé a preguntar por el modo que tiene de construir su setlist. Siguió con “All My Loving” y nadie dejó de moverse hasta que alcanzó el cuarto, “Letting Go”. Aquí sorprendió a todos con tres músicos tocando los vientos desde la mitad del campo, cosa que nunca había hecho hasta ahora. De pronto, ante uno de mis temas favoritos de mi época preferida, tuve la lucidez de calmarme, frenar un segundo y reconocer efectivamente lo que estaba pasando: tenía a McCartney lo más cerca que lo había tenido en mi vida. Empecé a chequear todo el escenario y a ver a cada uno de sus músicos, podía distinguir los dedos de todos marcando los acordes. Volví a Paul y ahí dije en voz alta “le veo hasta las arrugas’’ y alguien me contestó “¡le veo hasta los botones!’’, ‘’le veo hasta el sudor’’ retruqué. Por el resto de las casi tres horas de recital me repartí entre cantar y bailar sin pensar y mirar detenidamente cada detalle. Paul nunca frena, nunca deja de comunicarse con la gente, nunca deja de divertirse.

Cuando llegó a Blackbird” sus músicos se retiraron y una plataforma emergió desde el escenario y lo llevó a lo alto; solo él, su guitarra y nosotros. Gracias al silencio que se generaliza en ese momento pude escuchar el detalle de su pie marcando el ritmo sobre el piso; no la amplificación, solo el sonido que venía de él. En ese momento me di cuenta de que McCartney es una persona que hace esto de verdad y con trabajo. De que no es una absoluta construcción de la cultura beatlemaníaca, ni él es un superhéroe usando sus superpoderes por el mundo, ni un ídolo intocable. Es el que toca la guitarra con sus dedos, le pifia a alguna que otra nota, se marca el ritmo con la bota y le suda la frente cada vez que lo hace. La misma plataforma que lo subió lo volvió a bajar. Ver en vivo a McCartney, esta vez, fue real.

Me fui del estadio pensando en que McCartney es alguien que trabaja duro todos los días de su vida para que parezca magia. A los 76 años sigue de gira el 80% del año, viajando veinte horas en avión y durmiendo en camas de hoteles. No sabe lo que es el concepto de ‘’retirarse’’ porque no tiene de lo que retirarse; esta es su vida y me lo imagino viviéndola así hasta los 110. Se sube al escenario por tres horas seguidas y no se va de él ni para tomar agua. Esas son las tres horas por las que trabaja, para el público por el que trabaja.

“¿Siempre es así de bueno o solo está de buen humor?’’ me preguntaron ese día. Ambas. La selección que hace de su setlist tiene que ver con la inclusión, con el poder brindarle a todos los que pagan una entrada aquello que quieren escuchar: los clásicos, los nuevos, las baladas de amor y amistad, las rockeras, las ‘’this is for the Wings fans’’ y hasta un feliz cumpleaños. El siempre cierra con la triada del final de Abbey Road: “Golden Slumbers”, “Carry That Weight” y “The End”, lo último que grabaron los Beatles juntos, el homenaje más lindo de todos. No para de transpirar y sus arrugas se notan cada vez más, pero igual cuando el sonido se apaga, la banda saluda y los músicos salen del escenario, él levanta los brazos, mira al público, construye un momento íntimo y se acerca al micrófono para decir ‘’hasta la próxima’’. En casi una década de mi vida lo vi tres veces, progresivamente más cerca. Y en él me encontré cada vez más cerca de mí.

Si mi crecimiento se va a medir en recitales de McCartney, pues que así sea.

Hasta la próxima, Paul. Cuento con ello.

Setlist:
A Hard Day's Night
Junior's Farm
All My Loving
Letting Go
Who Cares
Got to Get You Into My Life
Come On to Me
Let Me Roll It
I've Got a Feeling
Let 'Em In
My Valentine
Nineteen Hundred and Eighty-Five
Maybe I'm Amazed
I've Just Seen a Face
In Spite of All the Danger
From Me to You
Dance Tonight
Happy Birthday to You
Love Me Do
Blackbird
Here Today
Queenie Eye
Lady Madonna
Eleanor Rigby
Fuh You
Being for the Benefit of Mr. Kite!
Something
Ob-La-Di, Ob-La-Da
Band on the Run
Back in the U.S.S.R.
Let It Be
Live and Let Die
Hey Jude

Bises:
Birthday
Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band (Reprise)
Helter Skelter
Golden Slumbers
Carry That Weight
The End